Todavía recuerdo la primera chaqueta “de verdad” que me compré, un auténtico rito de iniciación en materia de estilo. Como buena nativa de Biella, tierra de tejedores, donde cuando te dan la mano colocan la otra sobre el brazo para evaluar la tela, me aseguré de palpar bien el género (la tela “de verdad” se estira fácilmente). Luego revisé las costuras, regulares, apretadas y perfectamente alineadas, como las buenas colegialas de la elegancia; los cortes con una buena caída; el punto sartorial, ese acabado manual realizado en el borde de la chaqueta típico de los modelos de lujo; y también la parte posterior del cuello, porque si no queda bien cubierta la costura con la que se une a la espalda, la chaqueta quedará torcida al ponérsela.

Cuando finalmente me la probé, qué emoción, sentir la ligereza con que envolvía mis hombros.