Yo, que nací al pie de las montañas, que le temía al agua y que soy famosa por mi torpeza en los barcos, tardé toda una vida en enamorarme del mar. 

De pequeña, solo me gustaba la idea; me habría encantado contemplarlo desde lejos, porque cada vez que iba a la playa acababa quemándome con el sol. Gracias a unos protectores solares dignos de su nombre, las cosas cambiaron y desde ese momento las olas, las bahías solitarias y las rocas se convirtieron en mis amigas.

Despierto por la mañana, cojo un abrigo blanco y voy a comprar una baguette recién horneada para desayunar en la terraza. Con un vestido de lunares, doy un largo paseo descalza por la playa y luego al mercado de flores. Y para el aperitivo en el club náutico, nada mejor que un elegante vestido camisero negro y semitransparente. El domingo, en cambio, elijo un bonito traje cruzado color arena, por supuesto, perfecto para dar un paseo por esa galería de arte que tanto me gusta.