Yo, que nací al pie de las montañas, que le temía al agua y que soy famosa por mi torpeza en los barcos, tardé toda una vida en enamorarme del mar.
De pequeña, solo me gustaba la idea; me habría encantado contemplarlo desde lejos, porque cada vez que iba a la playa acababa quemándome con el sol. Gracias a unos protectores solares dignos de su nombre, las cosas cambiaron y desde ese momento las olas, las bahías solitarias y las rocas se convirtieron en mis amigas.
Para que te hagas una idea, tengo tres tatuajes con temática de veleros, anclas y faros; quien los ve asume de inmediato que soy una auténtica loba de mar. Sin mencionar la búsqueda para comprar una casa frente al mar en mi lugar favorito, consciente de que, luego de adquirir una en la ciudad, lo máximo que podría permitirme sería pedir un préstamo para la casa de playa de Barbie. Creo que ha quedado claro que, para mí, el mar es algo serio; cuando pienso en un fin de semana en la riviera es como si estuviera planeando una escapada romántica.