Hay cosas innegociables para los italianos. Pasta al dente. Ver el partido de la Selección con los amigos de siempre y cada uno en el mismo sitio por pura superstición (nunca se cambian los asientos del sofá si venimos de un buen resultado). Un aperitivo vestidos de punta en blanco, aunque sea en el bar de la esquina. Y Ferragosto. Para quien no sepa lo que es, se trata de un rito instaurado por los antiguos romanos para celebrar el merecido descanso tras las labores en el campo, que luego fue adoptado por la tradición cristiana. No es una fiesta exclusivamente italiana: Ferragosto también existe en países como España, Francia o Portugal, pero dudo que en otros lugares se celebre con el mismo fervor que aquí.
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“¿Dónde estás en Ferragosto?” es la pregunta veraniega por excelencia, incluso por encima del clásico “¿Qué haces en Ferragosto?”, porque lo que marca la diferencia es el dónde. El mar, la montaña, el lago y el campo son los destinos por excelencia y, aunque alguien se quede en la ciudad, puede evitar la típica vergüenza de Ferragosto si al menos organiza un picnic en el parque. Dudo que seamos conscientes de ello, pero esta necesidad de aire libre quizás provenga del buen emperador Augusto, quien fue precisamente el creador de las Feriae Augusti.
Aunque nos sintamos heroicas cuando logramos arrancar el cortacésped (por eso entre mis propósitos disparatados he incluido aprender a usar la hoz), sentimos el antiguo llamado del campo, el deseo de estar en contacto con la naturaleza. Y como somos unos alborotadores natos, no podíamos limitarnos a una simple fiestecilla en el jardín. Sesiones de DJ en la playa, barbacoas sin parar, fuegos artificiales que te dejan el cuello roto, bailes en grupo y, en la costa, no eres nada si no te das un baño al amanecer.
Así que podéis imaginar mi horror cuando, de pequeños, mi padre nos apiñaba en el coche cada 15 de agosto: “Porque es el mejor día para viajar”. Mientras eres pequeñita, te apañas; al fin y al cabo tu mundo son tus padres y, si los tienes como en mi caso, los hermanos que te aplastan en el asiento trasero, para luego quejarse de que “das calor”. El problema de verdad llega cuando te haces mayor. ¿Qué responderás cuando te hagan la temida pregunta? “En la autopista, con papá al volante durante horas y solo nos detenemos si es una emergencia de esas que no pueden esperar…”.
En mis sueños de adolescencia, Ferragosto me encontraba alrededor del fuego en una playa de ensueño, cantando a gritos con mis amigos y compartiendo algún beso furtivo con el más guapo de la pandilla. Imposible describir la felicidad que me invadió en la universidad, cuando una compañera me invitó a celebrarlo con su familia: primero un paseo en barco y luego cena en un buen restaurante junto al mar. De ensueño.
Desde entonces, casi siempre paso Ferragosto conduciendo. Me reconforta pensar que, mientras recorro kilómetros y kilómetros de carretera, Italia disfruta, alegre y feliz. La costa se desliza a mi lado y yo me siento un poco como el hada buena: al pasar velo por quienes bailan, ríen, comen y aman. Y consuelo la tristeza, la soledad y los miedos de quienes se encuentran luchando con la vida.
Ah, qué maravilloso sería si realmente fuera así. Yo conduzco, me detengo solo cuando no queda otra alternativa y en ciertos momentos creo oír a mi padre: “Cambia a tercera y ten cuidado con la próxima curva”.