Una razón más para hacer deporte

 

Fue alrededor de los 40 cuando tuve una revelación. La revista en la que trabajaba en aquel momento tuvo que formar un equipo femenino de running para participar en una campaña de concienciación sobre el deporte y la seguridad, tras unos desagradables incidentes en los que las atletas habían sido acosadas durante sus sesiones de entrenamiento en parques de la ciudad. Me hice la muerta para no participar, pero desgraciadamente no funcionó y me encontré en una tarde muy calurosa de principios de junio trotando durante 10 kilómetros interminables y agotadores, durante los cuales pensé en repetidas ocasiones que me iba a desplomar.

Cuando al final del recorrido me di cuenta de que no estaba muerta, me invadió una euforia indescriptible, amplificada por un detalle inesperado: la suave sudadera que algún alma caritativa había colocado sobre mis hombros. Ahora diréis: ¿qué tiene que ver una sudadera? Te podrían haber puesto una alfombra de baño y no te habrías dado cuenta.

Aún hoy en día, correr me sigue pareciendo una agonía. Tengo pánico de no poder completar el entrenamiento. Y me maldigo por esta absurda idea de convertirme en deportista a la edad adulta. Termino con la cara morada y tardo al menos una hora en volver a un color mínimamente normal. Pero sé que después de la ducha me esperan un bonito cárdigan largo con cinturón, un pantalón de punto con cordón y una camiseta de manga larga con cuello alto.

Son el abrazo que me doy por no ceder ante la pereza. Ponerme el look es como decir: bien hecho, Cristina, hoy también te has querido.